miércoles, diciembre 24, 2008

No en los zapatos de los hombres sino en sus mentes, el niño Jesús querría depositar los regalos que también trae para ellos.


Las niñas de todas las razas y de todas las culturas amaron siempre a las muñecaa

Cierto autor, Boucher, asegura que el juego es más antiguo que el trabajo. Me gustaría creérselo, pero tengo dos razones que me lo impiden. La primera es que el trabajo ha sido, es y será la primera alternativa de existencia. Y la segunda es que cuando el trabajo llega a parecerse a un juego, porque nos anima y nos recrea, eso sucede después que lo hemos aprendido.

No aludo, por supuesto, a los juegos de envite y azar, sino al juego como merecida distracción después del esfuerzo recreativo. La inclinación por el juego nos acompaña desde la cuna. La dulce hipnosis del canto materno, el baile del bebé agitado por las manos y los brazos de la mamá, son juegos a través de los cuales el pequeño ser humano experimenta una de las más altas sensaciones: la de la risa.

El mundo de fantasía en que vive el niño es más auténtico para él, que el que nosotros palpamos con los cinco sentidos. Y así, es como se le atribuye al juguete una significación más real que la que tienen las personas y objetos. Una niñita sabría diferenciar al muñequito que arulla sus brazos, de un recién nacido en el regazo de su madre. Y un chiquillo marginado no cambiaría el palo de escoba en que cabalga, por el caballo del vaquero que ve en la televisión. La imaginación del niño, más fértil que la del adulto, le permite descubrir el aliento poético que anda escondido en todas las cosas.

Yo estoy seguro que el Niño Jesús también se divirtió con los juguetes que improvisara durante su infancia pobre en recursos materiales. Si hubiera nacido en alguna desdeñada aldea de esta inquietante Venezuela de hoy, yo habría podido señalar los juquetes sin precio que, a falta de lo que se compran, inventan los niños campesinos. Con su aro en el extremo de un tallito y el líquido de las hojas de piñón, habría producido con sólo soplar, transparentes y multicolores pompitas. Con unas tablas atadas a un par de palos en cuyos extremos irían circulares frutos de la ceiba, habría ensamblado carritos de último modelo. Con tres varillas, papel para envolver, retazos de trapo viejos e hilo hurtado en alguna parte, habría hecho papagayos para volarlos con el auxilio de dos comlices simpáticos: la brisa y el viento.

A los niños le gusta jugar a ser lo que son sus padres, aunque tampoco lo digan los evangelios, el Niño Jesús debió jugar a ser carpintero. Debemos respetar la fe que los niños de casas, cristianas o no, depositan en él. Es un pequeño anfitrión que entra y sale de nuestros hogares sin causar molestias, y cuando se le vacía la bolsa de los regalos tangibles, siempre se queda uno que no sé si es el mejor de todos: la esperanza. Los niños se llenan con ella y la sienten realizada aunque, el juguete que encuentre en sus zapatos sea un carrito mínimo, de esos que valen unos pocos céntimos.

Yo me pregunto qué es más importante para la verdda de nuestros niños: ¿la ficción capaz de entretenerlos en su mundo o la realidad que a nosotros nos angustia? Recuerdo ahora el cuento del muchacito abandonado, que al despertar del día de Navidad halló en sus zapatoz una muestra de estiércol, que algún malvado le depositara en el mismo. Cuando sus compañeros orgullosos de los donativos que les diera el Niño Dios, le preguntaban:

¿Y a tí qué te trajo?
Orgulloso, también le respondía:
- Me trajo un caballito, pero se fue volando, volando, volando.

Era un niño poeta de los aludidos por Miguel Otero Silva. Tenía dentro de sí la escaza riqueza del sueño en cuyas juridiscciones es probable a veces la felicidad. ¡Cuántos seres bienamados hay que no tienen nada que dar, salvo una sonrisa genuina con la cual nos encienden todas las luces del corazón!. Yo sé que la humanidad llegará un día al inasible horizonte azul que nos cautiva en tardes de sol risueño. Entonces, se habrá extinguido las fronteras y aparte de las guerras en juego, todas habrrán desaparedido. Será así, porque en esas tardes de sol risueño los hombres habr´ñan madurado suficientemente para comprender que la única gente capaz de gobernar con sensatez y con amor, con ternura y desinterés, son los niños. Y ellos tendrán las riendas de la única nación que habrá en el planeta.

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