domingo, diciembre 21, 2008

"Tu tienes la luz que me hace falta; dámela que ya yo te ofrendé mi corazon " dice el poeta blíblico a la amada.

Hay momentos en que nos sobrecoge, para nuestro bien "una luz mas clara que la luz del día", como dijera el inolvidable Neruda. Entonces sentimos que desde alguna remota dimensión, un ser todopoderoso y benévolo nos está haciendo el regalo de sus dones. Experimentamos la sensación de que estamos entre los accionistas del cielo, y de que tendremos acceso a las maravillas que el buen Dios reserva para los labriegos del alba. Es éste el premio providencial para el empeño que han puesto en obtener de sus parcelas frutos de la vida y de la bondad bien entendida. En tales instantes, los acordes de la Pastoral de Beethoven, nos parecen más dulce y la Canción de los Bosques de Shostakovich nos transporta a los cuentos de hadas, que poblaran nuestra imaginación en losslejanos días de la niñez.


Miguel Hernandez dijo unas palabras que todos deseamos decir en ciertos trances. "Nadie me salvará de este naufragio /si no es tu amor, la tabla que procuro, /si no es tu voz, el norte que pretendo".

Esta sintomatología lírica es de fácil dignóstico: el amor está tocando a nuestras puertas. El corazón late con el vivaz trotecillo de pequeños ciervos, alegres y al mismo tiempo asustados de haber venido al mundo. En estas instancias del amor, todos poseemos la gracia de los poetas verdaderos, pues todos advertimos las bandadas de los sueños, que corren en torno nuestros como traviesos duendecillos. He considerado siempre que quien no cansa de dar amor, termina tarde o temprano, por recibir la dosis que le hace falta. Yo diría que la humanidad salda cuenta con nosotros, haciéndonos un pago retrospectivo, con el cual alimenta un júbilo que potencializa el esfuerzo y renueva los bríos para vivir. No hay que olvidadr que el amor no es sólo una meta, es también el punto de partida de nuevos y más exigentes compromisos con la vida.

Una vez afirmé que el ser humano que vive responsablemente, es decir, el que realiza la faena de amar a la humanidad, alcanza a la larga el triunfo sobre sus pesares. Lo reafirmo ahora, cuando por alguna razón que ignoro, presiento que me hallo en la vecindad de un sol resplandeciente y multicolor, como el que dibujan los niños en sus cuadernos. Si ello sucede es porque la humanidad intenta devolvernos el amor con que la enriquecemos. Toda ella no puede volcarse sobre nosostros. Pero de modo inesperado nos envía a alguno de sus indulgentes emisarios, con la misión de que nos ame en nombre de ella. Por fín, hay alguién presto a acompañarnos en el acto de contar las estrellas durante una noche profunda y desde algún prado cubierto de hierba fresca.

En tal envidiable situación yo sentiría que tengo ya lista la sede para instalar mi proyectado banco de ilusiones. Allí, los que se prodigan en solidadridad con el prójimo en desgracia, tendrían ahorros sublimes en bonos de la dicha. Harían uso de ellos para enfretar las turbaciones sentimentales, que a veces parecen a punto de arredrarnos. Sus bonos harían tornar la calma en nedio de la tempestad y nos reivindicarían el derecho a crear y a trabajar en paz y con sociego. Valga aquí la disgresión para recordar los versos del nmartirizado y sin embargo, vital hombre, que fuera Miguel Hernandez:
Gozar sin morirse de contento
sufrir sin vencerse en el sollozo
¡Oh qué ejemplar severida del goce
y qué serenidad del sufrimiento!

El prodigioso temple del amor que había en su corazón le hacía confiar en la inmortalidad de ese sentimiento. Así lo vemos enaltecerlo en estos versos de rotunda inspiración:

Y cuando bajo la tierra
mi cuerpo amante esté
escríbeme paloma
que yo te escribiré.

La larga cuesta, penosa habitualmente, que nos conduce al amor, remata en una cumbre, donde éste nos somete a nuevas pruebas. Idealizamos tanto a al ser amado, que lo hospedamos con una comarca azul, donde no parecieran alcanzarlo nuestras manos temblorosas. El ensueño y la desesperación, nos sumen en pequeñas agonías. No obstante, ese estado, es un franco promotor de euforias y de alientos.

No sé si pudiéramos considerarlo interpretando en esta estrofa de Santa Teresa de Jesús:

Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que muero porque no muero.

Cuando el ser amado pliega sus acacriciantes alas sobre nuestras mejillas, hasta entonces, pordioseras de la brisa; cuando el aliento tibio de unos labios blandos nos recuerda el encanto de vivir, nos entran ganas de profesar un credo o musitar una oración poética, que bien pudiera comenzar así: "Gracias señor. Porque ciertamente estás en las alturas y he saboreado tus bondades, Sólo los privilegiados logran detener por mucho tiempo, la claridad de estos oasis donde siempre abunda la esperanza. Quisiera ser uno de ellos. hago mías las palabras del profeta bíblico: Tú tienes la luz que me hace falta. Dámela, que ya yo te ofrendé mi corazón"


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