sábado, enero 10, 2009

Cada vez que vayamos a renacer debemos romper la cáscara del huevo que nos aprisiona.


La vida nos es dada sin nuestro consentimiento y sin nuestro consentimiento nos es arrebatada. De eso se quejaba el insigne vinoadicto que fuera Omar Khayyam. No estoy de acuerdo con él en que en consecuencia, debamos disfrutarla sólo en los placeres que ella ofrece. La vida es un patrimonio trascendente, aunque ignoramos en qué consiste su trascendencia. Ella nos lanza al mundo desnu­dos, sin anticiparnos las angustias que nos aguar­dan y sin prometernos los momentos dichosos que hay, aún en la existencia de los más desconsola­dos. Antes escribí que la vida es un compromiso ético y que en cumplirlo está la única recompensa que ella puede entregarnos. Actúo según éste principio, pero ¡Cuánto me cuesta a veces!

No es que en un instante dado flaqueemos frente a las contrariedades. Lo que sí puede ocurrir es que comencemos aburrimos de ellas, y las depre­siones por hastío nos arredran las fuerzas para to­do. En el sufrimiento franco hay despliegue de energía y ésta es también un componente esencial de la esperanza. Por ello Juan Cristóbal solía excla­mar en sus días de abatimiento: "Sufro, luego exis­to". Los que así pensamos vemos una luz infinita en cualquier chispa. Y por ello las frustraciones en el amor que de inmediato nos abruman, son segui­das por la confianza renovada en que algo bueno para nosotros está allá en el horizonte. Yo estoy entre los locos que caminan hacia él con la ilusión de alcanzarlo.



Hermann Hesse decía que quien vaya a nacer de nuevo debe romper el huevo dentro del cual se ha­lla aprisionado. Y después, añadiría yo con modestia de la verdadera, debe tener el valor de abandonar la cáscara. Quienes no lo hacen tienen dos motivos para ello. O están resignados con su destino o el riesgo les resulta muy alto a cambio de una felicidad probable y relativa. Sin embargo, no es lícito mostrar las cicatrices de las heridas con que hubimos de pagar la lucidez que cargamos en la conciencia y la ternura que rebosa entre nuestros corazones. Sólo en los juegos de envite y azar se gana o se pierde. En los tableros de la vida cada ganancia se debe a una pérdida. Tenemos que re­nunciar a la noche para ganar el alba.
La evasión hacia la muerte nada resuelve. Nadie está seguro de que ella consista en un eterno sueño apacible. Esta duda fue la asaltó a Hamlet durante su célebre monólogo:

-Ser o no ser, he aquí la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo: sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta u oponer los brazos a este torrente de ca­lamidades y darles fin con atrevida resistencia?

Hamlet creía acaso con razón, que lo más temi­ble está en la horrible conciencia que pudiéramos tener de nosotros mismos en el solitario silencio del sepulcro. Por ello continuaba así sus reflexiones:

-¿Quién podría tolerar opresión, sudando, gi­miendo, bajo el peso de una vida molesta, si no fue­se que el temor de que existe alguna cosa más allá de la muerte, aquel país desconocido, de cuyos lí­mites ningún caminante torna, nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan antes de ir a buscar otros de los que no tenemos seguro conocimiento?

Hamlet omitía la alternativa de renacer. La vida no está constituida por un sólo ciclo. En la existen­cia de un ser pueden transcurrir tantas existen­cias como le fueren necesarias, si es capaz de luchar por ellas. Pudiera ser que el vivir sea un es­tado de transición en transición hasta que al fin, asistidos por la perseverancia y por la fe en la bon­dad, conseguimos lo que nos fuera negado en ante­riores despertares. El escéptico Eclesiastés dice que los ríos van siempre a la mar sin llenarla nun­ca. Nada hay de malo en esto, mientras las aguas sean diáfanas y fecunden el paisaje que nos sirve de morada a todos. No debemos dolemos de los amores aunque fueren mal pagados. No arrepen­timos tampoco de lo que hubimos de devolver por ellos. Bien vale la pena dejar que una campanilla nos mate el alma porque ya la vida se encargó de trituramos el cuerpo. Orientados así, no nos fal­tará el aliento para corear al sentimental autor del Cantar de los Cantares:
-Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven.
Ven, paloma mía, te anidas en las hendiduras de
las rocas, en las grietas de las escarpadas peñas.
Dame a ver tu rostro, dame a oír tu voz, que tu voz
es suave, y es amable tu rostro.


“La vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos”.- Gustado Adolfo Becquer. Poeta.

No hay comentarios.:

Otros blogs dedicados a Arístides Bastidas: