domingo, diciembre 13, 2009

La personalidad no está en el hábito como en los monjes, sino en nuestra conciencia interior.

No sé exactamente lo que es la personalidad para esos escrutadores del alma, los sicólogos y los siquiatras. Deduzco que la posesión de una personalidad implica la conquista de la madurez, de la facultad de convivir, de la capacidad para amar; de la responsabilidad para afrontar las adversidades con entereza y la sana emoción de disfrutar con intensidad los momentos alegres de la existencia. Cuando estaba en la escuela primaria, en mi aldea, aprendí una noción diferente de la que aquí expongo. Tener personalidad en mi pueblo era equivalente a sobresalir, alcanzar buena posición social, vestir muy bien y mostrar un aire solemne, saludar sólo a la gente distinguida y desdeñar a los demás, todo ello en nombre del éxito. En San Pablo no hay ya una sola persona que piense así, pero en Caracas este individuo, cuya pobre fisonomía espiritual acabo de presentar, abunda tanto como la mala yerba.

Estos son los parciales efectos de la deplorable educación recibida por el venezolano. Aquel sujeto frívolo pero armado con una impresionante pinta exterior, florece, está en auge. Pero no es tan culpable de su papel como quienes se lo asignaron, los medios de comunicación, a través de los cuales se insinúa a la gente que la higiene depende de la marca del detergente que usa; que no es un hombre chévere quien no fuma tal cigarrillo; que si no usa tales trajes, es un infeliz y así sucesivamente. El tipo con “personalidad” no es más que un títere, de cierta publicidad, huérfano de voluntad y proclive a una vida egoísta sin las satisfacciones profundas que recibimos cuando ejercemos los dones de la solidaridad humana. La personalidad no es el andamiaje que podamos colocarnos encima de nuestro cuerpo ni es tampoco el ademán necio del autosuficiente.



Tenían gran personalidad Albert Einstein, Romain Rolland, Vladimir Ilich Lenin, Franklin Delano Roosevelt, Robert Oppenheimer (el creador de la bomba atómica que murió arrepentido de ello), Juan Ramón Jiménez y otras figuras universales, quienes jamás trocaron la sencillez en arrogancia. No obstante son paradigmas para el hombre. La pedantería es hija legítima del subdesarrollo intelectual. Esta a veces es ocultada y se disfraza de modestia falsa. Suele localizársela en intelectuales, artistas y científicos conscientes de la indiferente contribución que han dado o amargados porque sean otros y no ellos quienes recibieron determinados homenajes y reconocimientos. No es la primera vez que contamos estos casos en avezados caballeros de la cultura. Ellos también acusan así un déficit educativo. Tenemos, pues, dos grupos de protagonistas de la falsa personalidad. Los primeros, modelados por el poder de la inmensa maquinaria hipnotizadora de masas que es la televisión; y los segundos, que tienen un cerebro cultivado pero ególatra.

Yo opino que tiene tanta personalidad Einstein creando su teoría de la relatividad, el máximo patrimonio científico del hombre, como el jornalero que invierte todas sus aptitudes en el cuidado de su sementera.

Tener personalidad es hacer lo óptimo, dentro de las posibilidades congénitas y adquiridas; es desempeñar con eficiencia la parte que nos toca en el gran escenario de la vida; es instituirse una conducta en que sea favorable el balance entre el haber de las buenas actitudes y el deber de las malas actitudes; es tener una conciencia en paz, es tambalearse, caerse y saber levantarse ante las zancadillas del vivir es, por sobre todas las cosas, disponer de un espíritu generoso que cuando le quede poco por entregar a los demás, dé comprensión y tolerancia, tan ausentes de esta tierra.

La referida idea errónea de la personalidad de la cual hablé al principio, procede también del vacío humanístico de nuestras universidades en la enseñanza de las profesiones liberales. Con honrosas excepciones, de las mismas salen abogados a disociar familias o a secuestrarlas en sus hogares para complacer al dueño acaudalado de cadenas de edificios; médicos que se niegan a trabajar en las medicaturas rurales porque allá no les aguarda un “porvenir” y prefieren quedarse en Caracas cazando guardias en el Seguro Social; ingenieros atento a las altas utilidades que hay en la industria de la construcción; farmacéuticos que cobran como regentes de boticas que nunca han visitado; odontólogos que ven con malos ojos la fluorización de las aguas, protectora de los dientes; técnicos que sueñan con el dinero que ganarán en su turno cuando el país arranque por fin hacia su desarrollo industrial y así sucesivamente. Con este ser tan mal no podemos diseñar una sociedad mejor. Este es un aspecto carcomido del alma venezolana que debiéramos empezar a corregir sembrando en las escuelas el altruísmo, aunque la palabra esté en desuso.

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