martes, diciembre 22, 2009

Cuando un viejo se enamora suscita un haz de murmuraciones envidiosas

He citado varias veces la halagüeña observación de André Maurois en ese manual de la armonía humana titulado Un arte de vivir. El escritor francés afirma allí que cada edad tiene sus encantos. Respetando, desde luego, las diferencias, me permito advertir sobre el riesgo que corren los que le atribuyan a su edad encantos que ya no le corresponden. Después de los cincuentas años, por ejemplo, sería un loco quien pretendiera una relación amorosa cargada de erotismo propio de los veinte años. No es que les esté vedado a las personas maduras el derecho de amar. Sino que deben descubrir los nuevos matices que el tiempo acumulado le añade a las sensaciones del amor, con los cuales pueden reemplazar el ardor perdido pero en dimensiones distintas, que no quiero considerar ni más elevadas ni menos frescas.



ANDRE MAUROIS / El gran autor francés escribió una guía para envejecer confortablemente en su libro “Un arte de vivir”.

Es evidente que un hombre que viaja a todos los parajes de la Tierra, que se vincula con civilizaciones exóticas, que disfruta de cerca los frutos del arte de los pueblos milenarios, le da al tiempo invertido en ello una gananciosa calidad que le falta al que pasa toda su vida en el mismo sitio. Así como se puede compensar en espacio la brevedad del tiempo, se puede recobrar en intensidad afectiva el fuego de los bríos extinguidos.

Esto es posible sólo, naturalmente, si los enamorados están de acuerdo. Preconizamos la veneración por los viejos y los consideramos virtuosos. Basta que caigan una vez en alguna de las tentaciones en las que los jóvenes y los adultos caen todos los días, para que los consideremos indignos de respeto. Miramos burlonamente a la pareja de enamorados otoñales como si ellos no tuvieran corazón. De igual manera, un haz de murmuraciones llenas de envidia sigue al matrimonio entre novios mal balanceados cronológicamente. En suma, hay un empeño en rendirle a la castidad –siempre y cuando sea la de los viejos—un culto parecido al que ya se le tributa a la virginidad.

En mi modesta opinión, no hay consuelo más despiadado, que el de una persona saludable diciéndole a un anciano que se resigne a vivir sin ningún incentivo los años que le quedan, porque después de todo, él gozó ya su parte en este mundo. La solidaridad con él debe estar en ayudarlo a encontrar las rendijas por donde pueda atisbar alguna felicidad. Observo por otra parte, una actitud de falsa benevolencia con las gentes que viven de ilusiones, porque la realidad no es buena con ellos. Si llevan sus existencias sin lastimar al prójimo, y dándole lo que pueden, pregunto, ¿qué derecho tiene alguien a quitarle sus espejismos, el único recurso que poseen? No hay que olvidar que los espejismos estimularon a muchos perdidos en el desierto a continuar adelante. Es decir, les mantuvieron la esperanza. Ya sabemos que la esperanza puede llevarnos más lejos que las metas fáciles. Así es como explico la frase de ese héroe de Romaní Rolland, autor de Juan Cristóbal, un personaje tan admirable como su creador y acaso más real. En un día de tribulaciones sin par, Juan Cristóbal exclama: “¡Que bueno es sufrir cuando se es tan fuerte!”. Pero ninguna fuerza haría bueno el sufrimiento, moldeador de voluntades recias y almas febriles, si en medio de él no tuviéramos de vez en cuando alguna amable ilusión, que, justificada o no, animara en la convicción de que conservamos la vida, el verdadero capital del hombre. Merodea entre nosotros una moral, que es como residuo de la época en que los hombres exaltaban su líbido con sólo contemplar furtivamente el tobillo de sus amadas escondido entre los largos trajes de muselina. Es una moral que le da carácter de pecado a los arrestos sentimentales de dos muchachos que se aman tiernamente o de una persona mayor a quien le brota una pasión lícita. En el medio se quedan los que aplican ese rígido patrón. Callan u ocultan sus alternativas licenciosas o hechos peores como el de manejos financieros que los enriquecen en detrimento del sosiego de una familia en aprietos. Yo confío en que hay una resurrección de legítimos valores humanos, incompatibles con la hipocresía que de vez en cuando nos circunda.

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