Durante una entrevista que me hizo mi amigo y hermano Lorenzo Batallán, me preguntaba si tenía un consejo para los jóvenes que se inician en este oficio.
“Tengo un consejo” – le contesté – “no sólo para los jóvenes periodistas, sino para todos los jóvenes: es el de que amen su trabajo, que lo cumplan diligentemente, y que sepan que los mejores galardones de nuestra actividad, sean cuales fueren, los otorga nuestra propia conciencia. Estas normas las he aplicado indefectiblemente en mis 30 años de reportero y nada me enorgullece tanto como la convicción de que soy un buen reportero. Yo considero que tienen el mismo rango meritorio, el labriego que da lo mejor de sí mismo en el cultivo de su parcela, el obrero que atiende su faena con empeño, el profesional bien capacitado que desempeña su ministerio con sentido humano, el intelectual que escribe una gran obra y Einstein cuando crea la teoría de la relatividad”.
No todos podemos figurar relevantemente en los parajes de la creación más alta. Pero todos nos justificamos cabalmente cuando rendimos el máximo de nuestro poder creativo. Si no nos igualamos por las dimensiones de nuestro aporte, si no nos igualamos en el amor que le profesamos al hombre, ese pequeño ser a quien el Mefistófeles de Goeth nos quiso mortificar más porque le tuvo lástima y así se lo participó al Señor. A mí siempre me ha sorprendido la tendencia de los pensadores a hacer exclusivamente la apología del arte, de la literatura, de la ciencia y a soslayar las demás formas de trabajo. Existe, algo así, como una aristocracia de las ocupaciones. Las que exigen una gran inversión de inteligencia y de facultades excepcionales gozan de los privilegios de la fama y de la admiración. Y las otras, sin las cuales la humanidad perecería son, en cierto modo, menospreciadas.
Sólo André Maurois en Un Arte de Vivir enaltece el trabajo en todas sus manifestaciones. Pero en otros grandes escritores, extranjeros o nacionales, no he visto una loa a quien entrega a su comunidad el esfuerzo de su adiestramiento combinado con el de sus músculos. La ergoterapia es la ciencia del trabajo, pero yo no conozco ningún especialista en este campo. Hay intelectuales que miran con desdén nuestra labor de reporteros porque ignoran las múltiples satisfacciones que tenemos. Es cierto, como le decía a una excelente periodista del medio audiovisual, que sufrimos muchas eventualidades. Nuestra tarea se ejerce contra un cronómetro implacable. La noticia, el reportaje, la encuesta, la columna, etc., deben elaborarse en un período inaplazable de horas. Nos está prohibido lucubrar. Hay que presentar datos documentados para que nuestro único soberano, el lector, se forje sus propias opiniones. Las máquinas no esperan. Tampoco es posible soportar el martilleo del jefe de información mientras escribimos nuestras cuartillas. En suma, un reportero está sometido a presiones, ansiedades y angustias que no son tan apremiantes en otras profesiones. Todo ello lo hacemos con la entrega total de nuestras energías, con el ardor infatigable que nos da la vocación.
La única compensación moral que recibimos es la de que nuestro material sea difundido en el medio de comunicación social donde estemos.
Ese sujeto urgido por el reloj pero enamorado de su ocupación, es lo que he sido yo y lo que seré siempre.
He recibido reconocimientos que me han estimulado aún más, porque he sido afortunado, ya que entre quienes me han favorecido con su amistad o me han distinguido con homenajes y galardones, hay quienes han luchado más que yo por esta patria y, sin embargo, esperan todavía honores que yo he obtenido en demasía. No digo esto por modestia.
Pienso como don Miguel de Unamuno, que hay que cuidarse de la soberbia de los modestos. Por eso no quiero aparecer entre ellos. No voy a pasar por alto la circunstancia de que los semejantes que me quieren y a quienes quiero, tratan con regocijantes hechos como el que me dedican, que me olvide de mi reumatismo, de mi soriasis o de mis fracturas. Creo que los seguiré complaciendo, porque ninguno de esos tres males alteran mi voluntad de vivir constructivamente con los defectos y cualidades que poseo.
No hay palabras para agradecer esta movilización de mis amigos para obsequiarme con el júbilo y la solidaridad que emana de sus corazones.
Prometo que continuaré sin descanso mis jornadas, hasta el muy lejano día en que se disociarán mis moléculas para retornar al mundo convertidas en árboles, hierbas y flores. Los acompañaré en sus preocupaciones, a favor de esta nación amenazada por la inercia sin más reconocimientos, más consideraciones, más dignidades. Lo principal de un trabajo, concluyo, es la convicción de que nos justifica como hombre.
Como creo que nunca hice cosas excepcionales, no conservo ni un solo recorte de cuanto he escrito, ni he montado en marco de otro ningún diploma. Mis amigos, los que conocen mi corazón y han visto las paredes de mi casa, saben que como siempre, digo la verdad.
“Tengo un consejo” – le contesté – “no sólo para los jóvenes periodistas, sino para todos los jóvenes: es el de que amen su trabajo, que lo cumplan diligentemente, y que sepan que los mejores galardones de nuestra actividad, sean cuales fueren, los otorga nuestra propia conciencia. Estas normas las he aplicado indefectiblemente en mis 30 años de reportero y nada me enorgullece tanto como la convicción de que soy un buen reportero. Yo considero que tienen el mismo rango meritorio, el labriego que da lo mejor de sí mismo en el cultivo de su parcela, el obrero que atiende su faena con empeño, el profesional bien capacitado que desempeña su ministerio con sentido humano, el intelectual que escribe una gran obra y Einstein cuando crea la teoría de la relatividad”.
No todos podemos figurar relevantemente en los parajes de la creación más alta. Pero todos nos justificamos cabalmente cuando rendimos el máximo de nuestro poder creativo. Si no nos igualamos por las dimensiones de nuestro aporte, si no nos igualamos en el amor que le profesamos al hombre, ese pequeño ser a quien el Mefistófeles de Goeth nos quiso mortificar más porque le tuvo lástima y así se lo participó al Señor. A mí siempre me ha sorprendido la tendencia de los pensadores a hacer exclusivamente la apología del arte, de la literatura, de la ciencia y a soslayar las demás formas de trabajo. Existe, algo así, como una aristocracia de las ocupaciones. Las que exigen una gran inversión de inteligencia y de facultades excepcionales gozan de los privilegios de la fama y de la admiración. Y las otras, sin las cuales la humanidad perecería son, en cierto modo, menospreciadas.
Sólo André Maurois en Un Arte de Vivir enaltece el trabajo en todas sus manifestaciones. Pero en otros grandes escritores, extranjeros o nacionales, no he visto una loa a quien entrega a su comunidad el esfuerzo de su adiestramiento combinado con el de sus músculos. La ergoterapia es la ciencia del trabajo, pero yo no conozco ningún especialista en este campo. Hay intelectuales que miran con desdén nuestra labor de reporteros porque ignoran las múltiples satisfacciones que tenemos. Es cierto, como le decía a una excelente periodista del medio audiovisual, que sufrimos muchas eventualidades. Nuestra tarea se ejerce contra un cronómetro implacable. La noticia, el reportaje, la encuesta, la columna, etc., deben elaborarse en un período inaplazable de horas. Nos está prohibido lucubrar. Hay que presentar datos documentados para que nuestro único soberano, el lector, se forje sus propias opiniones. Las máquinas no esperan. Tampoco es posible soportar el martilleo del jefe de información mientras escribimos nuestras cuartillas. En suma, un reportero está sometido a presiones, ansiedades y angustias que no son tan apremiantes en otras profesiones. Todo ello lo hacemos con la entrega total de nuestras energías, con el ardor infatigable que nos da la vocación.
La única compensación moral que recibimos es la de que nuestro material sea difundido en el medio de comunicación social donde estemos.
Ese sujeto urgido por el reloj pero enamorado de su ocupación, es lo que he sido yo y lo que seré siempre.
He recibido reconocimientos que me han estimulado aún más, porque he sido afortunado, ya que entre quienes me han favorecido con su amistad o me han distinguido con homenajes y galardones, hay quienes han luchado más que yo por esta patria y, sin embargo, esperan todavía honores que yo he obtenido en demasía. No digo esto por modestia.
Pienso como don Miguel de Unamuno, que hay que cuidarse de la soberbia de los modestos. Por eso no quiero aparecer entre ellos. No voy a pasar por alto la circunstancia de que los semejantes que me quieren y a quienes quiero, tratan con regocijantes hechos como el que me dedican, que me olvide de mi reumatismo, de mi soriasis o de mis fracturas. Creo que los seguiré complaciendo, porque ninguno de esos tres males alteran mi voluntad de vivir constructivamente con los defectos y cualidades que poseo.
No hay palabras para agradecer esta movilización de mis amigos para obsequiarme con el júbilo y la solidaridad que emana de sus corazones.
Prometo que continuaré sin descanso mis jornadas, hasta el muy lejano día en que se disociarán mis moléculas para retornar al mundo convertidas en árboles, hierbas y flores. Los acompañaré en sus preocupaciones, a favor de esta nación amenazada por la inercia sin más reconocimientos, más consideraciones, más dignidades. Lo principal de un trabajo, concluyo, es la convicción de que nos justifica como hombre.
Como creo que nunca hice cosas excepcionales, no conservo ni un solo recorte de cuanto he escrito, ni he montado en marco de otro ningún diploma. Mis amigos, los que conocen mi corazón y han visto las paredes de mi casa, saben que como siempre, digo la verdad.
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