domingo, septiembre 23, 2007

El amor, militante del sueño, es un rebelde a las normas de la comprobación experimental.

A pesar de mis compromisos por la ciencia, que no admite sino lo que se puede comprobar con los sentidos, me resisto a encarcelar dentro de este rigor a dos sentimientos tan específicos de la especie humana como lo son el amor y la ternura. El amor es una riqueza inagotable en el corazón de los hombres buenos. A veces abunda más entre los habitantes de una aldea triste, que entre los pobladores de las urbes resplandecientes de luces, que no iluminan jamás su sordidez oculta. No envidiaré nunca la codicia de los que almacenan caudales que no les darán ninguna posterioridad. Pertenezco al sector de esa gente que a veces no tiene sino una sonrisa triste para obsequiar a los demás, sin embargo, posee también un alma díafana para disfrutar los verdaderos encantos de este buen mundo. He conocido un muchacho poeta - hace cincuenta años que lo es - que nunca ha colmado ni su diminuta caja de valores temporales, ni su gran alforja de afectos que se le van casi siempre sin retorno. Sin embargo, con el rostro encendido de entusiasmo me decía: "Yo también tengo mis tesoros".

Me mostró el Diario de sus confidencias sentimentales, y allí figuraba la muchacha esbelta, ingenua y díscola como una gacela en el bosque, a quién él, desmirriado soñador de un pueblo, le declara inútilmente sus ardores amorosos. La muchacha amaba a uno de esos afortunados hombres sin mucha luz en la mirada pero con otros atributos, tal vez igualmente valederos.El muchacho poeta renunció al asedio de su pretendida, pero resueltamente la atraapó en sus recuerdos.

Me explicaba que en esta vida no debemos olvidar, porque nos rehusaron, a esos bellos seres que con la simple indulgencia de sus rostros nos inspiraron un amor tan firme como puro. En las horas en que la angustia pareciera ahogarnos, el evocar sus imágenes o el sentirlos silenciosamente cerca de nosotros, el saber de que nos tributan una mirada amable, es suficiente para renovarnos las ganas de vivir y de afianzarnos la esperanza de que algún día un poco de bienhechora alegría pasará por nuestros corazones. Esos seres mágicos, que concebimos como emergidos de un cuento de hadas, tienen el don de adormecer nuestras penas y de alimentarnos la imposible idea de que algún día nos pertenecerán.

Yo he tomado lecciones de este lírico amigo, el mejor de todos y también concibo la nobleza del amor, no en la medida en que lo recibimos, sino en la proporción en que lo entregamos. Después de todo soy un pequeño discípulo de ese gran humanista llamado Romain Rolland quién al ponderar sus fracasos sentimentales reía jubilosamente y decía: "Aquellos a quiénes amamos tienen contra nosotros todos los derechos, hasta el de no correspondernos". Debemos por tanto, perpetuar nuestra lealtad por la gracia de esas gentes que sin amarnos pueden comunicarnos fuerza y aliento hasta con la imagen de su recuerdo. En ellas tendremos siempre medios para neutralizar el dolor y puertos seguros para protegernos contra las tempestades.

Romain Rolland, premio nobel de literatura de 1915, probó e hizo que la humanidad conociera la grandeza espiritual de Mahatma Ghandi

Juan Cristobal, ese maravilloso personaje de Rolland, más real acaso que su mismo autor, cuando las pesadumbres se le acumulaban solía exclamar: "Sufro, luego existo, ¡qué bueno es sufrir! . Pudiera haber sentenciado también, sin que sus palabras fueran distintas: amo, luego existo, ¡que bueno es amar!. En la vida de todo hombre, aunque tenga el "pobre aliño indumentario" que se atribuía a don Antonio Machado, puede suscribir estas coplas volanderas del gran poeta andaluz:

En el corazón tenía.....
la espina de una pasión
logré arrancármela un día
ya no siento el corazón....
Aguda espina dorada
¡quién te pudiera tener
en el corazón clavada!

El amor es un abierto y despejado paraje donde no tienen lugar las cosas transitorias de la ambición y la codicia, es como un bazar encantado donde se conceden sin esfuerzo los más hermosos presentes para los seres que amamos: el arco iris de una mañana serena, el transparente arroyo con sus piedrecillas blancas u azules en el fondo del cauce, el trino de los pájaros que le canta al alba para ver si le consigue novia, el suave aleteo de la brisa viajera de un mar distante o el tímido verso que siempre callaron nuestros labios.

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