viernes, enero 01, 2010

Pecaríamos de ilusos si creyéramos que el tutelaje de nuestra inteligencia es un coloniaje por las buenas: esta reflexión es digna del 23 de enero.

Hace veinte años anduve a salto de rana en esta ciudad por meterme en camisa de once varas. La colección de sustos que entonces reuní, me convencieron de que yo podía ser de todos menos héroe. De entonces data la admiración que aun le profeso a Guillermo García Ponce, en cuya serena y fraternal sonrisa halle siempre el mejor antídoto de mis angustias de clandestinidad. A ésta le agradezco también el lazo amistoso que igualmente conservo con Isaac J. Pardo, quien andaba de mejor humor en las horas de mayor tensión. Yo estaba convencido de que en la historia venezolana me tocaría un puestecito igual al de los profetas menores en la Biblia. Loconfieso, me sentía en petit Mesías.

Sabía que era imposible alcanzar un cambio profundo que les diera a todos nuestros niños las mismas oportunidades de crecer saludables y de ser bien educados. Me resultaba utópica la idea de armonizar los grandes intereses de los grandes con los pequeños intereses de los pequeños. Tenia fe “en que los sentimientos de equidad que sucederían a las intenciones criminales del fugitivo, permitirían que nuestras riquezas naturales suficientes para satisfacer los anhelos de los que tenían bastante y de los que no tenían nada. Así lo había estimado el representante del vaticano ante una reunión de obispos en Caracas, en los últimos meses de la dictadura
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Esta apreciación falló por dos motivos. La justicia humana solo mejora con las transformaciones de la sociedad. Y el 23 de enero que nos revindico cívicamente y que reemplazo el ultraje de la tiranía por la dignidad de la democracia, nos debe aun una verdadera transformación social. Y segundo, aunque hoy nos sobran más que nunca los billetes, carecemos de una inteligencia especializada para multiplicar el campo de los productos que se comen y en la ciudad los que nos visten, los que nos calzan, los que nos transportan, los que hacen confortable el hogar. Si repartiéramos de un solo golpe entre todos los venezolanos la totalidad del dinero circulante en el país, surgiría el gran caos. Los compradores agotarían todos los alimentos y al cabo de varias semanas a todos nos sobrarían los reales y nos faltaría comida por comprar.

Por lo tanto, mientras aguardamos las etapas superiores des desarrollo social, hay que especializar nuestra inteligencia en el arte de autoabastecernos con los frutos y los artículos de los cuales depende la vida. El pueblo de Arabia Saudita se muere de hambre en medio de la fastuosidad de los poderosos, porque allí faltan en absoluto la justicia social y la inteligencia especializada. ¿Y que es la inteligencia especializada? Es la que no necesita tutores y aunque sea huérfana, esta armada de conocimientos para crear otros y para adaptar los importados, con la finalidad de resolver los problemas del hombre y en especial los problemas que el hombre sufre.

En resumen, tenemos que crear una ciencia propia que use la del exterior y que la enriquezca, eso si, después de haber ayudado a los nuestros. Como ustedes ven, hoy no soy el aspirante a redentor social de veinte años atrás. Incluso en mis sueños están circunscritos al logro de una revolución incruenta, la revolución de la ciencia nacional, que bien pudiera hacerse con la unidad de todos los investigadores y sus afines, que estén de acuerdo con llevar el bienestar a sectores desguarnecidos para quienes está atrasado el reloj de la bonanza. No somos malos los que clamamos por una ciencia que sirva a todos nuestro semejantes sin excepción.

En esta lucha soy un sincero desinteresado. No por virtuoso, sino porque seria algo así como un Telmo Romero en la historia de la ciencia. Y en la historia del periodismo mi porvenir quizás sea menos venturoso. El otro día dije que lo habitual es que lo cuelguen a uno y que por lo tanto debía aceptar con gratitud el descolgamiento de mi retrato en la entrada de Instituto de Previsión Social del Periodista, IPSP. Fui el padre natural de José Gerbasi, el padre adoptivo que hizo creer a la criatura hasta darle sus prometedoras dimensiones de hoy. Amigos míos, perdónenme ustedes por haberles dado la lata con estas reflexiones acaso un poco nostálgicas, acerca de la conmemoración de un evento en el que intervine y que celebré trabajando, por que mis días de bonche son otros.

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